lunes, 14 de octubre de 2013


                                      Y que más
V
olvía a casa después de una larga jornada. Hoy, tras salvar la Tierra por segunda vez en el mismo día, solo tenía ganas de tirarse en el sofá y no hacer nada. Claro, que no podía, los niños llegarían del colegio a las seis. La mamá del mejor amigo de su hijo mayor los traía. Como siempre, había tenido que llamarla con la misma excusa, de nuevo salía tarde del trabajo. Y en parte era cierto, como superheroína, la última de su especie, se dedicaba a salvar el mundo fuese a la hora que fuese, y aunque no estuviera remunerado, ya que nadie le pagaba por hacerlo, era un trabajo.
 En su otra vida, la que llevaba cuando protegía a la humanidad, todos la tenían por una vendedora de seguros más, que, dicho sea de paso, fue su mejor elección. Tener esa profesión como tapadera a su álter ego le proporcionaba tranquilidad y cierto distanciamiento con la gente non grata. Ella solo tenía que decir:
Si te hicieras un seguro de… -y corrían como ratas.
La cruda realidad nada tenía que ver con los cómics, donde los superhéroes son periodistas, fotógrafos u hombres de éxito que toda la gente conoce, ¿así, cómo podían salvaguardar sus identidades secretas? Era imposible, cualquiera reconocería a su vecino si este, para proteger el mundo, solo se pusiera un antifaz. Elegir aquel trabajo fue lo más fácil de todo. ¡Cómo le gustaría a ella que el planeta estuviera a salvo con tanta facilidad!
Sobrevolando la ciudad rumbo a su hogar miró el reloj y comprobó que faltaban cinco minutos para la llegada de los niños. Aumentó la velocidad, necesitaba estar en casa antes que ellos. Entre los muchos edificios por fin divisó el suyo. Entraría y se quitaría el traje que tanto le costaba ponerse tras los embarazos. Se reía de esas supermodelos que salían mostrando una figura igual que la que tenían antes de ser madres. ¿Pero estaban ciegas?, claro que estaban estupendas, sin embargo, ni mucho menos como antes de la gestación. Los veinte años no se vuelven a tener jamás. Alguien les tendría que poner una foto del antes y del después, por supuesto sin photoshop; verían cómo ni ellas mismas reconocían sus nuevas hechuras. Ni siquiera con la ayuda del cirujano los cuerpos quedaban igual.
Aquel pensamiento le llevó a recapacitar sobre su traje de superheroína. ¿Y por qué tenía que llevar un traje tan ajustado?, ¿cosas del marketing? Si ella no vendía nada, ¿moda? Y a quién le importa. La moda para ella eran esos modelitos que no puedes llevar ni al metro, ni al cine; algunos no sirven ni para salir de casa. Quizás, era hora de cambiar la licra por algodón, que se pega menos.
Su casa cada vez estaba más cerca. Era el momento de hacerse invisible. Se colocó en la postura exacta para entrar por el balcón del salón y que en otros tiempos poseía unas vistas maravillosas de casi toda la ciudad. Ahora, tras el boom inmobiliario solo se veían edificios nuevos por todos los lados, construidos los unos tan cerca de los otros que si estirabas  una mano podías saludar al vecino del otro bloque. Eso si estuvieran vendidos, porque lo más tétrico de la situación es que la mayoría estaban desocupados y vacíos, a la espera de encontrar un dueño al que el banco le concediera una hipoteca.
Dicho balcón era tan pequeño que tenía que hacer malabarismos para entrar en él cuando venía volando. Quizás la edad también influyera negativamente en esa cuestión, a sus treinta y muchos, a punto de cambiar el tres por el cuatro, ya no era precisamente una niña. Por las mañanas se levantaba quejándose de dolor de espalda como una abuela y su flexibilidad, aunque fuera súper, ahora dejaba mucho que desear.
Una vez conseguido el aterrizaje con sus correspondientes maniobras, intentó abrir la puerta corredera para acceder al interior de su vivienda, pero la muy… no se abrió.
¡Genial! -pensó para sí, con las prisas al salir se le olvidó dejar la puerta corredera de la terraza abierta para cuando volviera.
            Ahora tenía dos posibilidades, o rompía la puerta por decimonovena vez, o esperaba en el descansillo en pelota picada hasta que el portero subiera a abrirla, ya que debajo de aquellas mallas no entraba nada de ropa, y nunca se ha visto un superhéroe con una mochila. Eso de llevar el supertraje debajo de la ropa, además de imposible, era inhumano. A ver quién aguantaba un traje de licra pegado al cuerpo durante todo el día y encima, tu ropa habitual, a una temperatura de treinta y dos grados a la sombra en pleno Madrid. ¡Nadie! Sin opciones escogió romper la puerta. Por supuesto, en su mente se imaginó la cara que hubiera puesto el portero al verla en cueros de haber elegido la otra alternativa. Quizás algún día se atrevería a hacerlo.
Entró justo cuando llamaban al telefonillo.
¿Sí? -contestó.
Aquí te los dejo, hoy no puedo subir. El portero me ha dicho que los pone en el ascensor. Chao.
Adiós y gracias -probablemente ya no la escuchaba.
La mamá de Manuel, el mejor amigo de su hijo mayor era así, siempre llevaba prisa, ¿para hacer qué?, si no trabajaba ni fuera ni dentro de casa ya que tenían una posición bastante acomodada que les permitía tener una señora que le ayudaba en casa, tal y como decía ella. La palabra ayuda en sus labios sonaba la mar de bien, pero seguramente, más que ayudarla lo hacía todo. Ella nunca comprendía a qué venían tantas prisas para nada.
Colgó el telefonillo y salió disparada hacia la habitación de matrimonio. Hoy no le daba tiempo de lavar el supertraje, lo tendría que hacer cuando todos estuvieran durmiendo. Se hizo visible teniendo la precaución de bajar las persianas mentalmente. Se puso una falda de gasa, una camiseta de tirantes en tonos azules y unas chanclas blancas. Los niños ya debían de estar llegando. Varios timbrazos, desaforados y desmedidos taladraron su fino tímpano. Los niños habían llegado, fue corriendo a la puerta para que no volvieran a llamar.
El primero que entró fue Miguel, un adolescente en su mayor apogeo. Tenía los cascos puestos, la mochila medio colgada de un brazo, los pantalones vaqueros le caían hasta la cadera mostrando los calzoncillos color rosa chicle que hoy se había puesto y que precisamente gracias a la marca a la que pertenecían no eran nada baratos. Llevaba una camiseta naranja a juego con la gorra, que con la visera hacia atrás completaba el conjunto. Solo movió la cabeza con un asentimiento al pasar al lado de su madre. Ella respiró con calma, detrás venía Aarón, un niño inteligente donde los haya. Después de un día entero su peinado engominado no se había deshecho. Señal de que había estado sentado y estudiando todo el día. Su ropa volvía impoluta, este sonrió a su madre cuando levantó la vista del último libro que estaba leyendo, que sin duda no sería para su corta edad. Y al final, el pequeño, un demonio de cinco años que traía dos arañazos en la cara, un moratón en la pierna y antes de entrar por casa, desde el descansillo ya le contaba a su madre quién le había pegado, dónde le había dado él y qué iba a hacer mañana. Este se abrazó a ella mientras la besaba pero sin dejar de hablar en todo momento.
¿Y yo me quería tumbar? ¡Ja! -pensó desmoralizada.
Escuchando en sus brazos al pequeño, que todavía continuaba hablando, cerró la puerta con el pie y fue a la habitación del mayor.
¿Quieres merendar ya?
Ahora voy -contestó él separándose los auriculares unos milímetros de las orejas y tirándose en la cama boca arriba.
¿Tienes muchos deberes? -El pequeño que aún llevaba en sus brazos seguía relatando a su madre sus desventuras en el cole.
Alguno.
¿Entonces te voy haciendo el bocadillo?
Sí.
¿De qué?
¡Ay, mamá! No me agobies.
Hijo, si me contestaras a la primera pregunta como Dios manda no tendría que sonsacarte como si estuvieras en un interrogatorio. ¿Me escuchas?
¿Qué? -El muchacho ya se había puesto los cascos de nuevo.
¿Que de qué te hago el bocadillo? -No había oído ni una sola palabra de lo que su madre le había dicho. Ella suspiró y tomó aire al realizar la dichosa pregunta de nuevo-. ¿El bocadillo?
No sé mamá, qué pesada eres, no sé, me da igual -cascos arriba de nuevo, el mayor se aislaba del mundo y de su madre.
Ella desistió de preguntar nada más, mientras, el pequeño en sus brazos seguía contando sus peripecias. Sin evitarlo ella se había perdido entre Adrián, que le había mordido, y la patada de María.
¿Y tú, pequeño? ¿Qué vas a merendar tú?
Cereales, síííííí.
Ahí lo tienes, una pregunta una respuesta, ¿tan difícil era?
Cómo le gustaría que no crecieran o que se saltaran la pubertad, la adolescencia y la juventud. Pero, en qué pensaba, había tenido varones, y ya se sabe que los hombres nunca abandonan la adolescencia, para ellos esa etapa es eterna.
Se asomó a la habitación de Aarón.
¿Y tú qué vas a merendar?
Zumo de naranja y jamón con tomate. -Este, al contrario que su hermano, ya había sacado los libros, los cuadernos y parecía dispuesto a comenzar con los deberes del día.
Pues me da que no, hoy no he ido a comprar y no tengo tomates, si te conformas con jamón con pan. -Sonrió a su hijo desde la puerta de la habitación, qué diferentes eran, reflexionó ella.
Está bien, pero que sepas que el tomate es bueno para mi desarrollo intelectual.
Qué había hecho ella para tener unos niños tan raros, quizá sus superpoderes alteraban a los niños de alguna manera. Dónde estaban los sándwiches de nocilla, los bollos, las peleas por no picar antes de comer o las chuches a escondidas. Pensándolo fríamente sus hijos eran anómalos. Por supuesto los quería, pero tenía que admitir que eran muy raros.
En la cocina sentó a Unai a la mesa y encendió la televisión para que viera Bob Esponja mientras ella preparaba las meriendas. El pequeño comenzó a comer sus cereales y Aarón su zumo de naranja acompañado de pan con jamón, ella los miraba y bebía un Cola Cao fresquito, que bien se lo había ganado.
Minutos después su hijo mayor entró en la cocina observando la mesa con el rostro torcido y los dichosos auriculares puestos.
¿No me has preparado nada?
Ahí vamos, pensó ella.
Oh, ¿me has dicho qué querías?
Sí, te lo he dicho.
No -puntualizó con retintín-, pero te lo puedo hacer si me lo dices ahora.
Bocata de chorizo -este más que sentarse se dejó caer sobre la silla-. Y te lo he dicho -afirmó.
Siempre quedando encima como el aceite, era inútil contestarle o gastar saliva, ya que tenía de nuevo los auriculares puestos. Ella bufó dejándolo por imposible, hoy al fin y al cabo no había sido muy difícil, otros días esa era la primera discusión entre ellos. Comenzaba por: es que nadie me hace caso, soy un incomprendido, en esta casa soy un cero, bla, bla, bla. Le hizo el bocadillo y le puso un vaso de Coca-Cola. Por fin una merienda medianamente normal. De pronto, los dibujos se cortaron y un señor con traje ofreció las últimas noticias sobre el incendio fuera de control que se había producido en Almorox, una localidad de Toledo y que no quedaba muy lejos de donde ellos vivían.
¿Y ahora qué? Sin duda tenía que ir, no podía abandonar a su suerte a toda aquella gente. Si se daba prisa, con ayuda de su supervelocidad tardaría escasamente tres minutos en plantarse allí.
Miguel -le dijo a su hijo mayor-, tengo que salir un momento al súper de abajo, se me olvidó comprar la cena. Cuida de tus hermanos mientras estoy fuera, vuelvo enseguida. -Salió a toda prisa por la puerta de vaivén de la cocina.
Date prisa, tengo que estudiar. -Le oyó protestar.
Ella empujó la puerta y entró para decirle:
Una cosa más, quítate los cascos, necesito que tengas la orejas libres para cuidar de ellos, te prometo no tardar.
Miró a Aarón, este asintió comprendiendo a su madre, sin duda era más responsable que su hermano mayor pero no podía siempre delegar en él. Miguel tenía que crecer, en algún momento, o eso esperaba ella.
¡Date prisa! -Eso fue lo último que oyó de su hijo, él decía la última palabra, como siempre.
Usó su supervelocidad para colocarse el traje y, ya invisible, salió por el balcón directa hacia su nuevo problema, a apagar el dichoso incendio. Por el camino paró para tomar fiada una piscina prefabricada que llenó de agua para ayudar en la extinción. Miles de hectáreas de pino ardían poniendo en peligro un pequeño pueblecito que se encontraba rodeado por las llamas. El calor era sofocante, ella vació el contenido de la piscina y repitió la misma operación varias veces hasta que todo quedó humeante y el fuego extinguido. Las voces convertidas en vítores de los vecinos y bomberos llegaron a sus oídos. Saludó y se fue volando hacia casa a toda prisa, había tardado más de lo esperado. Invisible de nuevo en el balcón de casa, cogió la pequeña mochila que previsora por una vez, había dejado con la ropa que antes se había puesto. Por fin algo le salía bien, se había acordado de dejarla en la terraza para poder cambiarse cuando volviera. Subió a la azotea del edificio con la idea de hacerlo en la caseta de los motores del ascensor. Allí, rompió la puerta para poder entrar, había unos cuarenta grados como poco, empezó a sudar y eso le trajo problemas. El dichoso traje de licra no salía, maldijo en mil idiomas y alguno más, casi usó su superfuerza para arrancárselo de la piel pero no tenía otro, así que respiró y muy poquito a poco pudo sacárselo.
Con su ropa puesta y el traje guardado en la mochila entró en el edificio rompiendo la puerta de la azotea. ¡Otra más en la cuenta! Bajó las escaleras lentamente vigilando para que nadie la viera. En el último piso llamó al ascensor, ahora solo tenía que bajar a comprar para hacer el paripé ante sus hijos, todo había salido bien.
Las puertas del ascensor se abrieron; ella, sin mirar, intentó entrar, casi chocando con la señora García, que estaba dentro. Ella no la había visto, sumida como estaba en sus maquinaciones para engañar a sus hijos.
Buenas tardes -soltó la señora García con cara de agria saliendo del ascensor a la fuerza y casi empujándola.
Era una vieja a la que todo le molestaba, entrometida y cotilla. Sus hijos decían que el bastón que llevaba era la escoba camuflada. Normalmente ella les regañaba pero los críos tenían razón.
Buenas tardes -contestó ella intercambiando las posiciones y dándole rápidamente al botón de bajar para salir de allí lo antes posible.
La señora García le lanzó una mirada inquisidora y con su bastón impidió que la puerta del ascensor se cerrara.
¿Ha pasado algo? -preguntó la muy cotilla.
No -contestó ella-. Yo solo subí a… a… -piensa rápido se indicó a sí misma-traía un seguro a Pilar, pero no está. Se lo subiré más tarde.
Volvió a pulsar el botón de bajar mientras daba gracias al cielo porque su mente funcionaba todavía a la perfección.
Yo no me refería a eso, lleva usted la cara ennegrecida -de nuevo la vieja arpía impedía que la puerta se cerrara.
¡Mierda! Pues no tenía dónde lavarse así que tendría que ir a casa.
¿Me escuchó? -oyó decir a la señora García en un tono muy seco.
Ah, sí, sí, es que jugaba con mi hijo antes de salir de casa y no me di cuenta. Gracias, señora García, iré a lavarme. -Aprovechando que la buena señora había retirado el bastón, volvió a darle al botón de bajada y esta vez, las puertas se cerraron-. Adiós, señora García.
Solo un gruñido fue la respuesta de despedida de esta.
Maldita sea, ahora tenía que entrar en casa para lavarse y luego volver a salir. Ya se extrañaba ella de que todo le estuviera saliendo tan bien.
Abrió la puerta de su casa lo más despacio que pudo, se asomó sutilmente y al no ver a ninguno de sus hijos, como una ladrona entró en su propia casa. Cerró sin hacer ruido y de puntillas fue hasta el baño. Cuando ya se encontraba allí y para evitar que ninguno la viera con la cara tiznada, con la puerta medio cerrada chilló.
Soy yo, me olvidé el monedero. Lo cojo y vuelvo a salir, no tardo.
Un millón de protestas se oyeron en la cocina. Pero ella no les hizo caso.
Cerró la puerta y comenzó a lavarse la cara afanosamente, que dicho sea de paso, parecía que había estado restregándosela con carbón.
¿Mami, yo también me puedo pintar la cara como tú? -Al oír aquella voz dio un respingo. Su hijo pequeño estaba sentado en el wáter.
Unai, ¿qué haces aquí?
Caca.
Está bien, pillada, hoy definitivamente no era su día. Respira, se dijo dándose ánimos, ya no hay nada que hacer solo esperar que al pequeño se le olvidara aquella situación y no fuera a contársela a sus hermanos.
Unai, tú sabes que este baño es de mamá y papá. Vosotros tenéis el vuestro -ella seguía frotándose la cara.
Ya, pero está más lejos de la cocina y ellos no quisieron levantarse para acompañarme. -Con un dedo inquisidor señaló a la puerta acusando a sus hermanos-. Mami, ya terminé.
Pues ya sabes límpiate y lávate las manos. -Ella asomó la cara por la puerta y gritó- ¡Vosotros dos! Alguno tenía que acompañar al pequeño.
¡Estamos comiendo! -contestaron al unísono.
 Ya, pensó ella. Se secó la cara mientras su hijo pequeño la miraba.
¿Qué llevas en esa mochila, mami?
Pues cosas de mamá, anda vete y termina de merendar, te subiré una chuche si te lo has comido todo cuando vuelva.
El pequeño salió hacia la cocina como un bólido, con él no había problemas, de momento.
Se miró al espejo y vio que llevaba la camisa también manchada, se tendría que cambiar de ropa y esa falda solo le quedaba bien con esa camiseta. Tendría que cambiarse al completo. Sacó un pantalón corto negro y una camiseta en tonos morados, se calzó las chanclas negras y salió sin mirar. Ya desde el descansillo volvió a gritar.
Chicos, me voy.
Date prisa -gritó Miguel de nuevo.
Tomó el ascensor para bajar al supermercado, allí las cuatro cosas que iba a comprar se convirtieron en diez. Hoy le iba a salir caro el ocultar su otra vida.
Cargando con las bolsas de la compra subió a casa.
Ya estoy aquí -exclamó nada más entrar por la puerta.
El pequeño salió corriendo a inspeccionar y hurgar los paquetes en busca de las chuches prometidas. Todo quedó desparramado por el suelo tras su paso. Una vez encontradas y con ellas en la mano, se perdió hacia su habitación con un gracias mamá.
Ella entró en la cocina y lo colocó todo.
Mamá, podrías ayudarme con esto, no lo entiendo. -Miguel estaba tras la puerta de vaivén de la cocina con un cuaderno en la mano.
Voy–se limpió las manos y le acompañó a su habitación-. Déjame ver.
Miguel y sus estudios comenzaban a ser un reto, ella tenía que ir recordando los suyos para ayudarle. Tenía delante de ella un galimatías de logaritmos muy complicado. Le explicó poco a poco preguntándole hasta que pareció que lo entendía. Para estar segura, ella le puso unos ejercicios. En aquel momento su alarma interior de peligro saltó, en alguna parte del edificio había alguien pidiendo ayuda.
Miguel, te dejo haciendo esto, ¿de acuerdo?
Miguel asintió con la cabeza, totalmente absorto en el ejercicio.
Ahora sí que estaba en una buena, con las prisas el traje sudoroso estaba metido en la mochila y sin él no podía ir a rescatar a la persona que clamaba su ayuda.
Estoy en el baño, chicos. -Echó el pestillo de la puerta, cosa que ya nunca hacía porque la intimidad con niños es algo que se pierde se quiera o no.
Al sacar el traje le surgió una duda. ¿Cómo se iba a meter en él? Eso iba a ser una misión imposible. Aun así su cabeza le dio una solución. Se quitó la ropa, se metió en la bañera y con la ducha se fue mojando mientras se metía el dichoso traje, la idea funcionaba.
Para estos casos tan cercanos ella se colocaba una máscara que le tapaba toda la cara. En eso los cómics también se equivocaban, todo el mundo reconocería a un amigo si este solo se quitaba unas gafas, o se pusiera un antifaz. Los dibujantes tenían muy poca imaginación.
Hoy la máscara le agobiaba, como todo el traje. Se secó todo lo que pudo para no salir chorreando y se hizo invisible. Saldría por la terraza y dejaría la bolsa en ella con ropa para cambiarse. Cerró la puerta del baño con el pestillo mentalmente desde fuera, para que sus hijos creyeran que aún estaba dentro y salió disparada. Una vez en la terraza utilizó sus superpoderes para escuchar de dónde venía la súplica de auxilio.
Lo oyó con claridad, la señora De La Torre, en el tercer piso. Se dirigió hacia la terraza de esta. Desde allí no veía nada, fue a otra habitación y miró por la ventana, tampoco. Muy bien tendría que entrar, y eso incluía romper otra puerta y… ¿Cuántas llevaba hoy? No quiso pensarlo. Las puertas correderas de la terraza saltaron bajo su fuerza como si fueran de mantequilla dejándole el camino libre para entrar en el salón.
¡Ayuda! ¡Socorro!
Ella se hizo visible una vez dentro del salón de la vecina, que por cierto estaba decorado con perritos y gatitos de porcelana por todos los lados.
¿¡Señora De La Torre!?
¡Aquí!, Jesús, María y José. ¡Aquí!
Su voz se oía medio apagada como si estuviera dentro de algo, ella siguió la voz. El enorme culo de la señora De La Torre sobresalía del armario, parecía encajada.
Sea quien sea, vaya a la cocina, dejé el fuego encendido, ya me sacará de aquí más tarde.
¿Cómo no se había dado cuenta del olor a quemado? Hoy se estaba convirtiendo en el peor día de su vida. Al llegar retiró del fuego el cazo chamuscado y abrió la ventana para que el humo saliera. No fue suficiente, tuvo que usar su supersoplido para ayudar a que se ventilara. Lo que le faltaba hoy es que desalojaran el edificio por un posible incendio. Si saltaban las alarmas tendría la tarde perdida, los niños se desperdigarían por el parque, los deberes quedarían retrasados. Con solo pensarlo se quiso morir y sopló con más fuerza. Una vez expulsado el humo y controlada la situación en la cocina fue a ayudar a la señora De La Torre.
¿Señora De La Torre?
¿Se quemó algo? -preguntó la pobre mujer.
Solo la comida y el cazo, ahora voy a sacarla de ahí.
Qué bochorno, estoy tan gorda que cuando se cayeron encima de mí estas cajas de ropa y las mantas, no pude moverme. Claro que el armario tan estrecho tampoco ayudó.
Tranquila, la sacaré enseguida. -Ella intentaba contener la risa que la situación le provocaba.
Tiró de ella despacio pero con fuerza, la señora De La Torre estaba bien atascada. En dos tirones y sin causarle dolor logró que se librase.
¡Oh, Dios mío! Es usted, la superheroína.
La mujer se aferró a ella en un fuerte abrazo y le agradeció su ayuda mil veces. A ella no le gustaba tener que ser cortante pero tenía prisa.
Disculpe, si me perdona tengo cosas que hacer, ha sido un placer.
Y soltando sus brazos del cuello, invisible, salió disparada hacia el balcón de su casa, para entrar de nuevo a  su hogar.
Esta vez la puerta del balcón no fue un problema, ya que estaba rota, pero la bolsa con la ropa para cambiarse no estaba donde ella la había dejado. Maldijo en voz alta y pensó que mataría a sus hijos. Invisible entró en la casa para escuchar cómo Aarón relataba el hallazgo de la mochila a su hermano mayor.
Mamá se dejó esta bolsa en la terraza, como dice papá, un día va a perder la cabeza.
Las voces venían de la habitación de Miguel. No había tiempo para entrar en el cuarto de baño donde ellos pensaban que estaba. Así que se metió en su habitación y escuchó.
Mamá. -Aarón debía estar hablando a la puerta del baño cerrada-. Te dejo la mochila aquí en la puerta, estaba en la terraza. ¿Mamá?
 Se suponía que ella todavía estaba dentro. Abrió las puertas del armario medio escondiéndose tras ellas. Se quitó la máscara y la metió entre su ropa hecha un ovillo, se colocó la bata encima del traje y se hizo visible.
Hijo, estoy en la habitación. -Ya estaba preparada.
Oyó a Aarón acercarse por el pasillo. Ella rezó para que no entrara demasiado en la habitación, la bata no tapaba por completo el traje, necesitaba un poco de suerte. Asomó la cabeza por la puerta del armario para verlo llegar.
Que te has dejado la mochila en la terraza.
Desde la puerta se la tiró cayendo sobre la cama de matrimonio. Ella, al ver cómo Aarón sin mirar se volvía a ir, suspiró aliviada, había faltado muy poco. La cogió de la cama y sacó la ropa. Se quitó el traje mojado y lo metió en ella con la máscara incluida. Escondió la bolsa en el armario, esa noche sin falta lavaría el traje.
¡Mamá! -Miguel llamaba, sin duda había terminado el ejercicio que ella le había puesto.
Sí, Miguel, ya voy. -Se vistió lo más rápido que pudo y se dirigió a la habitación de su hijo mayor para corregirle los problemas.
Está bien, ahora ponte con tus deberes, ya lo has entendido.
Miguel obedeció sin rechistar. La tarde con él no iba mal del todo. Dejó a su hijo mayor, pero antes de salir se vio abordada por el pequeño.
Mamá, ¿juegas conmigo?
El pequeño Unai también la reclamaba hoy.
A ver, pequeño, ¿si te leo un cuento no te gustaría más?
Sí, un libro.
Estaré con Unai -aclaró a sus dos hijos mayores-. Si me necesitáis solo tenéis que silbarme. ¿Está bien?
Miguel asintió, cómo le gustaba lo poco comunicativo que era su hijo, esa era otra etapa de la pubertad. Aarón contestó desde su cuarto con un “oído cocina”.
Unai la tomó de la mano y la llevó a su habitación. Allí sobre la cama, ella le leyó un cuento y otro, y otro más… Cuando casi comenzaba a relajarse Aarón asomó su cabecita por la puerta.
Mamá, ha pasado algo en China, la estación nuclear se colapsa. Está en alerta roja.
Eso le iba a llevar más tiempo, tenía que pensar con rapidez.
¿Y tú que hacías que no estabas estudiando?
No tengo que estudiar ni hacer deberes. Los hice en el recreo, oía las noticias para un trabajo en el cole sobre las ondas de la radio que tengo que entregar dentro de una semana. Ya sabes, adelantando trabajo.
Pues vamos a aprovechar que hoy no tienes nada que hacer y léele un cuento a Unai, yo tengo que salir a la oficina un momento. Llamaré a Mari a ver si os puede echar un vistazo mientras tanto.
¡Joooo!
Ni una palabra más Aarón, tómatelo como un reto, enséñale a leer.
A su hijo se le abrieron nuevas metas, tendría su propia rata de laboratorio en su hermano.
Ella corrió hacia la habitación y cogió la mochila escondida colgándosela del hombro. Abrió la puerta y salió a llamar a su vecina, que, dicho sea de paso, era una santa, nunca le decía que no a quedarse con sus pequeños mientras ella iba a… a la oficina.
Hola, cielo -Mari era un encanto hasta cuando abría la puerta-. ¿Pasa algo?
Hola, Mari, ¿te importaría echar un vistazo a mis monstruos?, me han llamado de la oficina para un asunto importante.
No, tranquila, vete. –La improvisada niñera tomó sus llaves y cerró su casa entrando en la de ella.
Miguel está estudiando, Aarón y Unai están en el cuarto del pequeño, creo que leyendo. -Mari entró primero y luego ella sin cerrar la puerta se dirigió a sus hijos-. Chicos, Mari se queda con vosotros, vuelvo enseguida.
Hola, Mari. -Le saludaron los pequeños desde su habitación.
¿Miguel?
Sí, hola, Mari -dijo desganado desde su habitación.
Hola a todos, chicos -Mari, dulce como siempre, los saludó-. Anda, vete ya, que se te ve apurada, estarán bien, no te preocupes.
Me preocupas más tú que ellos, mis hijos son un poco raritos. -Ella sonrió a Mari y llamó al ascensor.
Estaremos bien.
Mil gracias. -Se metió en el ascensor y esperó a oír que la puerta se cerraba para subir en vez de bajar como esperaba Mari. Precisamente no iba a coger el coche para ir a trabajar, sino que iba de vuelta a la caseta del ascensor y con el traje mojado, eso iba a ser todo una diversión.
Ponérselo había sido un duelo de titanes entre ella y el traje, había soltado maldiciones y alguna lágrima cuando se vio un par de veces incapaz de terminar de colocárselo, pero al fin salió vencedora y con el dichoso traje puesto.
En el viaje por el aire, volando hacia China, este se secó y se pegó tanto a su piel que pensó que no lograría quitárselo nunca. Eso era algo que pensaría más tarde. Ahora tenía vidas que salvar.
Al llegar la situación era caótica. La estación nuclear necesitaba enfriarse rápidamente, ella utilizó su superaliento y congeló el reactor para que los técnicos hicieran las comprobaciones necesarias para estabilizarlo. Hablaba con los bomberos y voluntarios para ayudar de cualquier otra manera. Mantener la radiación controlada, trasladar heridos con su velocidad, etc… Gracias a ella la fuga había sido mínima y todo estaba a salvo.
Dos horas más tarde, salió dirección a su casa. Llegaría a la hora de la cena. Hoy cenarían comida china.
A la vuelta no tuvo problemas con el traje, gracias a Dios, ya había luchado suficiente con él durante todo el día. Tampoco ninguna puerta le obstaculizó el paso, claro que ya se las había cargado todas.
Por fin en casa, deseó no tener que salir más.
¿Hola? -dijo al entrar.
El pequeño salió corriendo del salón para abrazarla.
¿Cenamos comida china? -preguntó Unai mirando las bolsas que traía su madre.
Yo también me alegro de verte, bicho, y sí, cenamos comida china.
Bueno, cariño, como siempre se han portado a las mil maravillas. -Mari ya se iba. Sus hijos tenían la manía de dejar las cosas malas para ella, era su costumbre-. Me voy, que Juan estará a punto de llegar.
Te traje cena para ti y para Juan, llévate esto por favor. -Le dio una bolsa de las que había traído.
No tenías que haberte molestado, cariño, pero te la tomo con mucho gusto. Me encanta esta comida, algún día me dirás en qué chino la encargas, está deliciosa. -Si tú supieras, pensó sonriendo a la dulce Mari que ya desde el descansillo se despedía de los niños.
Portaros bien con mamá, granujas. -Los niños le sonrieron sentados en el sofá-. Buenas noches y descansa, cariño, se te ve cansada.
Gracias por todo y buenas noches.
Los niños tenían el pijama puesto, su vecina era un sol.
Bueno, chicos, a cenar.
Todos corrieron hacia la cocina entre vítores y hurras. Miguel también había salido de su cueva sin rechistar, la llamada a comer era una buena táctica para sacarle de allí.
¿Terminaste tus deberes? -preguntó a su hijo mayor.
Sí.
Vaya, otro maravilloso golpe de suerte, pregunta respuesta. No tentaría a la suerte más, se sentó con ellos para cenar ella también.
Les dejó ver un poco de la televisión a los tres juntos en el salón, sin una pelea, sin un grito, esto iba mejorando. A las nueve y media acostó al pequeño. No tardó en dormirse, media hora más tarde los mayores también estaban acostados. Ella se dejó caer en el sofá y luchó por mantenerse despierta para esperar a su marido; sin embargo, los párpados le pesaban una barbaridad y entre anuncio y anuncio se durmió.


De puntillas Aarón se acercó hasta la habitación de su hermano mayor. Oía la tele en el salón y no quería que su madre le pillara fuera de la cama.
Miguel -susurró a su hermano desde la puerta-. Miguel.
Entra de una vez, te va a oír. -Miguel metió a su hermano debajo de la sábana para esconderlo.
A mamá se le olvidó sacar el traje de la mochila. Mañana estará sucio.
No crees que te pasaste un poco diciéndole lo de China. -Le recriminó Miguel.
Tarde o temprano se habría enterado, y tú necesitabas que yo te hiciera los deberes. ¿Cómo lo hubiéramos hecho con ella aquí?
Desde luego, eso era verdad. Su hermano menor era mejor explicando logaritmos que su madre y sobre todo, le hacía los deberes que no le daba tiempo a terminar.
Cuando se duerma lo lavamos y lo secamos en la secadora, una vez limpio lo metemos en la mochila. Mañana yo me encargo de ponerla cerca del bolso, no se enterará. Pensará que la ha puesto ella allí.
¿No se dará cuenta? -preguntó Aarón frunciendo el ceño.
Si vemos que se para a pensar, tú te peleas con Unai. Yo, en medio de la pelea intentaré sacarla de sus casillas buscando algo que no encuentro. Le preguntaré dónde lo ha metido, esa también será una buena distracción. Después del guirigay no se acordará de nada. Todo esto, claro, cuando vayamos a salir para el cole. Las prisas por no llegar tarde también ayudarán.
¿No crees qué deberíamos decirle que sabemos quién es?
No, ella adora su identidad secreta…y además le gusta pensar que nos engaña, ¿no lo ves?


El sonido de las llaves abriendo la puerta la despertó.
Hola, mi sol. -Su marido por fin estaba en casa-. Lo siento, cariño, me entretuve en la oficina.
Ella se levantó para saludarlo con un beso.
¿Y los niños?
Bien, acostados.
Y mi pequeña, ¿cómo está? ¿Ha sido un día duro en la oficina?
No lo sabes tú bien, pensó ella.
Sí, amor, pero no hablemos de trabajo y vamos, te acompaño mientras cenas. Traje comida china.
¿Hoy no te dio tiempo de hacer la cena? Con lo bien que cocinas, me muero por unos huevos revueltos con chorizo. ¿Te hace?
¡Y qué más!