Mi pasión por la escritura
Naci hace tanto años como... sobrevivo en la ciudad... Mi pasión es la escritura, soy feliz escribiendo pero no cocinando, me gusta hablar pero no por teléfono, soy adicta a... nadie es PERFECTO
jueves, 10 de abril de 2014
lunes, 14 de octubre de 2013
Y
que más
V
|
olvía
a casa después de una larga jornada. Hoy, tras salvar la Tierra por segunda vez
en el mismo día, solo tenía ganas de tirarse en el sofá y no hacer nada. Claro,
que no podía, los niños llegarían del colegio a las seis. La mamá del mejor
amigo de su hijo mayor los traía. Como siempre, había tenido que llamarla con
la misma excusa, de nuevo salía tarde del trabajo. Y en parte era cierto, como
superheroína, la última de su especie, se dedicaba a salvar el mundo fuese a la
hora que fuese, y aunque no estuviera remunerado, ya que nadie le pagaba por
hacerlo, era un trabajo.
En su otra vida, la que llevaba cuando protegía
a la humanidad, todos la tenían por una vendedora de seguros más, que, dicho
sea de paso, fue su mejor elección. Tener esa profesión como tapadera a su álter
ego le proporcionaba tranquilidad y cierto distanciamiento con la gente non grata. Ella solo tenía que decir:
―Si te hicieras un seguro
de… -y corrían como ratas.
La
cruda realidad nada tenía que ver con los cómics, donde los superhéroes son
periodistas, fotógrafos u hombres de éxito que toda la gente conoce, ¿así, cómo
podían salvaguardar sus identidades secretas? Era imposible, cualquiera
reconocería a su vecino si este, para proteger el mundo, solo se pusiera un
antifaz. Elegir aquel trabajo fue lo más fácil de todo. ¡Cómo le gustaría a
ella que el planeta estuviera a salvo con tanta facilidad!
Sobrevolando
la ciudad rumbo a su hogar miró el reloj y comprobó que faltaban cinco minutos para
la llegada de los niños. Aumentó la velocidad, necesitaba estar en casa antes
que ellos. Entre los muchos edificios por fin divisó el suyo. Entraría y se
quitaría el traje que tanto le costaba ponerse tras los embarazos. Se reía de
esas supermodelos que salían mostrando una figura igual que la que tenían antes
de ser madres. ¿Pero estaban ciegas?, claro que estaban estupendas, sin
embargo, ni mucho menos como antes de la gestación. Los veinte años no se vuelven
a tener jamás. Alguien les tendría que poner una foto del antes y del después,
por supuesto sin photoshop; verían cómo
ni ellas mismas reconocían sus nuevas hechuras. Ni siquiera con la ayuda del
cirujano los cuerpos quedaban igual.
Aquel
pensamiento le llevó a recapacitar sobre su traje de superheroína. ¿Y por qué
tenía que llevar un traje tan ajustado?, ¿cosas del marketing? Si ella no
vendía nada, ¿moda? Y a quién le importa. La moda para ella eran esos modelitos
que no puedes llevar ni al metro, ni al cine; algunos no sirven ni para salir
de casa. Quizás, era hora de cambiar la licra por algodón, que se pega menos.
Su
casa cada vez estaba más cerca. Era el momento de hacerse invisible. Se colocó
en la postura exacta para entrar por el balcón del salón y que en otros tiempos
poseía unas vistas maravillosas de casi toda la ciudad. Ahora, tras el boom
inmobiliario solo se veían edificios nuevos por todos los lados, construidos
los unos tan cerca de los otros que si estirabas una mano podías saludar al vecino del otro
bloque. Eso si estuvieran vendidos, porque lo más tétrico de la situación es
que la mayoría estaban desocupados y vacíos, a la espera de encontrar un dueño
al que el banco le concediera una hipoteca.
Dicho
balcón era tan pequeño que tenía que hacer malabarismos para entrar en él cuando
venía volando. Quizás la edad también influyera negativamente en esa cuestión,
a sus treinta y muchos, a punto de cambiar el tres por el cuatro, ya no era
precisamente una niña. Por las mañanas se levantaba quejándose de dolor de
espalda como una abuela y su flexibilidad, aunque fuera súper, ahora dejaba
mucho que desear.
Una
vez conseguido el aterrizaje con sus correspondientes maniobras, intentó abrir
la puerta corredera para acceder al interior de su vivienda, pero la muy… no se
abrió.
―¡Genial! -pensó para sí, con las prisas al salir se
le olvidó dejar la puerta corredera de la terraza abierta para cuando volviera.
Ahora tenía dos posibilidades, o
rompía la puerta por decimonovena vez, o esperaba en el descansillo en pelota
picada hasta que el portero subiera a abrirla, ya que debajo de aquellas mallas
no entraba nada de ropa, y nunca se ha visto un superhéroe con una mochila. Eso
de llevar el supertraje debajo de la ropa, además de imposible, era inhumano. A
ver quién aguantaba un traje de licra pegado al cuerpo durante todo el día y
encima, tu ropa habitual, a una temperatura de treinta y dos grados a la sombra
en pleno Madrid. ¡Nadie! Sin opciones escogió romper la puerta. Por supuesto,
en su mente se imaginó la cara que hubiera puesto el portero al verla en cueros
de haber elegido la otra alternativa. Quizás algún día se atrevería a hacerlo.
Entró
justo cuando llamaban al telefonillo.
―¿Sí? -contestó.
―Aquí te los dejo, hoy no
puedo subir. El portero me ha dicho que los pone en el ascensor. Chao.
―Adiós y gracias -probablemente ya no la escuchaba.
La
mamá de Manuel, el mejor amigo de su hijo mayor era así, siempre llevaba prisa,
¿para hacer qué?, si no trabajaba ni fuera ni dentro de casa ya que tenían una
posición bastante acomodada que les permitía tener una señora que le ayudaba en
casa, tal y como decía ella. La palabra ayuda en sus labios sonaba la mar de
bien, pero seguramente, más que ayudarla lo hacía todo. Ella nunca comprendía a
qué venían tantas prisas para nada.
Colgó
el telefonillo y salió disparada hacia la habitación de matrimonio. Hoy no le
daba tiempo de lavar el supertraje, lo tendría que hacer cuando todos
estuvieran durmiendo. Se hizo visible teniendo la precaución de bajar las
persianas mentalmente. Se puso una falda de gasa, una camiseta de tirantes en
tonos azules y unas chanclas blancas. Los niños ya debían de estar llegando. Varios
timbrazos, desaforados y desmedidos taladraron su fino tímpano. Los niños
habían llegado, fue corriendo a la puerta para que no volvieran a llamar.
El
primero que entró fue Miguel, un adolescente en su mayor apogeo. Tenía los
cascos puestos, la mochila medio colgada de un brazo, los pantalones vaqueros
le caían hasta la cadera mostrando los calzoncillos color rosa chicle que hoy
se había puesto y que precisamente gracias a la marca a la que pertenecían no eran
nada baratos. Llevaba una camiseta naranja a juego con la gorra, que con la
visera hacia atrás completaba el conjunto. Solo movió la cabeza con un
asentimiento al pasar al lado de su madre. Ella respiró con calma, detrás venía
Aarón, un niño inteligente donde los haya. Después de un día entero su peinado
engominado no se había deshecho. Señal de que había estado sentado y estudiando
todo el día. Su ropa volvía impoluta, este sonrió a su madre cuando levantó la
vista del último libro que estaba leyendo, que sin duda no sería para su corta
edad. Y al final, el pequeño, un demonio de cinco años que traía dos arañazos
en la cara, un moratón en la pierna y antes de entrar por casa, desde el
descansillo ya le contaba a su madre quién le había pegado, dónde le había dado
él y qué iba a hacer mañana. Este se abrazó a ella mientras la besaba pero sin
dejar de hablar en todo momento.
―¿Y yo me quería tumbar?
¡Ja! -pensó desmoralizada.
Escuchando
en sus brazos al pequeño, que todavía continuaba hablando, cerró la puerta con
el pie y fue a la habitación del mayor.
―¿Quieres merendar ya?
―Ahora voy -contestó él separándose los auriculares
unos milímetros de las orejas y tirándose en la cama boca arriba.
―¿Tienes muchos deberes? -El pequeño que aún llevaba en sus brazos
seguía relatando a su madre sus desventuras en el cole.
―Alguno.
―¿Entonces te voy haciendo
el bocadillo?
―Sí.
―¿De qué?
―¡Ay, mamá! No me agobies.
―Hijo, si me contestaras a
la primera pregunta como Dios manda no tendría que sonsacarte como si
estuvieras en un interrogatorio. ¿Me escuchas?
―¿Qué? -El muchacho ya se había puesto los cascos
de nuevo.
―¿Que de qué te hago el
bocadillo? -No había oído ni una sola palabra
de lo que su madre le había dicho. Ella suspiró y tomó aire al realizar la
dichosa pregunta de nuevo-. ¿El
bocadillo?
―No sé mamá, qué pesada
eres, no sé, me da igual -cascos arriba
de nuevo, el mayor se aislaba del mundo y de su madre.
Ella
desistió de preguntar nada más, mientras, el pequeño en sus brazos seguía contando
sus peripecias. Sin evitarlo ella se había perdido entre Adrián, que le había
mordido, y la patada de María.
―¿Y tú, pequeño? ¿Qué vas a
merendar tú?
―Cereales, síííííí.
Ahí
lo tienes, una pregunta una respuesta, ¿tan difícil era?
Cómo
le gustaría que no crecieran o que se saltaran la pubertad, la adolescencia y
la juventud. Pero, en qué pensaba, había tenido varones, y ya se sabe que los
hombres nunca abandonan la adolescencia, para ellos esa etapa es eterna.
Se
asomó a la habitación de Aarón.
―¿Y tú qué vas a merendar?
―Zumo de naranja y jamón
con tomate. -Este, al contrario que su
hermano, ya había sacado los libros, los cuadernos y parecía dispuesto a
comenzar con los deberes del día.
―Pues me da que no, hoy no
he ido a comprar y no tengo tomates, si te conformas con jamón con pan. -Sonrió a su hijo desde la puerta de la
habitación, qué diferentes eran, reflexionó ella.
―Está bien, pero que sepas
que el tomate es bueno para mi desarrollo intelectual.
Qué
había hecho ella para tener unos niños tan raros, quizá sus superpoderes
alteraban a los niños de alguna manera. Dónde estaban los sándwiches de nocilla,
los bollos, las peleas por no picar antes de comer o las chuches a escondidas. Pensándolo
fríamente sus hijos eran anómalos. Por supuesto los quería, pero tenía que
admitir que eran muy raros.
En
la cocina sentó a Unai a la mesa y encendió la televisión para que viera Bob
Esponja mientras ella preparaba las meriendas. El pequeño comenzó a comer sus
cereales y Aarón su zumo de naranja acompañado de pan con jamón, ella los
miraba y bebía un Cola Cao fresquito, que bien se lo había ganado.
Minutos
después su hijo mayor entró en la cocina observando la mesa con el rostro
torcido y los dichosos auriculares puestos.
―¿No me has preparado nada?
Ahí
vamos, pensó ella.
―Oh, ¿me has dicho qué
querías?
―Sí, te lo he dicho.
―No -puntualizó con retintín-,
pero te lo puedo hacer si me lo dices ahora.
―Bocata de chorizo -este más que sentarse se dejó caer sobre la
silla-. Y te lo he dicho -afirmó.
Siempre
quedando encima como el aceite, era inútil contestarle o gastar saliva, ya que
tenía de nuevo los auriculares puestos. Ella bufó dejándolo por imposible, hoy al
fin y al cabo no había sido muy difícil, otros días esa era la primera
discusión entre ellos. Comenzaba por: es que nadie me hace caso, soy un
incomprendido, en esta casa soy un cero, bla, bla, bla. Le hizo el bocadillo y
le puso un vaso de Coca-Cola. Por fin una merienda medianamente normal. De
pronto, los dibujos se cortaron y un señor con traje ofreció las últimas
noticias sobre el incendio fuera de control que se había producido en Almorox,
una localidad de Toledo y que no quedaba muy lejos de donde ellos vivían.
¿Y
ahora qué? Sin duda tenía que ir, no podía abandonar a su suerte a toda aquella
gente. Si se daba prisa, con ayuda de su supervelocidad tardaría escasamente
tres minutos en plantarse allí.
―Miguel -le dijo a su hijo mayor-, tengo que salir un momento al súper de
abajo, se me olvidó comprar la cena. Cuida de tus hermanos mientras estoy
fuera, vuelvo enseguida. -Salió
a toda prisa por la puerta de vaivén de la cocina.
―Date prisa, tengo que
estudiar. -Le oyó protestar.
Ella
empujó la puerta y entró para decirle:
―Una cosa más, quítate los
cascos, necesito que tengas la orejas libres para cuidar de ellos, te prometo
no tardar.
Miró
a Aarón, este asintió comprendiendo a su madre, sin duda era más responsable
que su hermano mayor pero no podía siempre delegar en él. Miguel tenía que
crecer, en algún momento, o eso esperaba ella.
―¡Date prisa! -Eso fue lo último que oyó de su hijo, él
decía la última palabra, como siempre.
Usó
su supervelocidad para colocarse el traje y, ya invisible, salió por el balcón
directa hacia su nuevo problema, a apagar el dichoso incendio. Por el camino
paró para tomar fiada una piscina prefabricada que llenó de agua para ayudar en
la extinción. Miles de hectáreas de pino ardían poniendo en peligro un pequeño
pueblecito que se encontraba rodeado por las llamas. El calor era sofocante, ella
vació el contenido de la piscina y repitió la misma operación varias veces
hasta que todo quedó humeante y el fuego extinguido. Las voces convertidas en
vítores de los vecinos y bomberos llegaron a sus oídos. Saludó y se fue volando
hacia casa a toda prisa, había tardado más de lo esperado. Invisible de nuevo
en el balcón de casa, cogió la pequeña mochila que previsora por una vez, había
dejado con la ropa que antes se había puesto. Por fin algo le salía bien, se
había acordado de dejarla en la terraza para poder cambiarse cuando volviera.
Subió a la azotea del edificio con la idea de hacerlo en la caseta de los
motores del ascensor. Allí, rompió la puerta para poder entrar, había unos
cuarenta grados como poco, empezó a sudar y eso le trajo problemas. El dichoso
traje de licra no salía, maldijo en mil idiomas y alguno más, casi usó su superfuerza
para arrancárselo de la piel pero no tenía otro, así que respiró y muy poquito
a poco pudo sacárselo.
Con
su ropa puesta y el traje guardado en la mochila entró en el edificio rompiendo
la puerta de la azotea. ¡Otra más en la cuenta! Bajó las escaleras lentamente vigilando
para que nadie la viera. En el último piso llamó al ascensor, ahora solo tenía
que bajar a comprar para hacer el paripé ante sus hijos, todo había salido bien.
Las
puertas del ascensor se abrieron; ella, sin mirar, intentó entrar, casi
chocando con la señora García, que estaba dentro. Ella no la había visto, sumida
como estaba en sus maquinaciones para engañar a sus hijos.
―Buenas tardes -soltó la señora García con cara de agria
saliendo del ascensor a la fuerza y casi empujándola.
Era
una vieja a la que todo le molestaba, entrometida y cotilla. Sus hijos decían
que el bastón que llevaba era la escoba camuflada. Normalmente ella les
regañaba pero los críos tenían razón.
―Buenas tardes -contestó ella intercambiando las posiciones
y dándole rápidamente al botón de bajar para salir de allí lo antes posible.
La
señora García le lanzó una mirada inquisidora y con su bastón impidió que la
puerta del ascensor se cerrara.
―¿Ha pasado algo? -preguntó la muy cotilla.
―No -contestó ella-. Yo solo
subí a… a… -piensa rápido se
indicó a sí misma-traía un seguro a
Pilar, pero no está. Se lo subiré más tarde.
Volvió
a pulsar el botón de bajar mientras daba gracias al cielo porque su mente
funcionaba todavía a la perfección.
―Yo no me refería a eso,
lleva usted la cara ennegrecida -de
nuevo la vieja arpía impedía que la puerta se cerrara.
¡Mierda!
Pues no tenía dónde lavarse así que tendría que ir a casa.
―¿Me escuchó? -oyó decir a la señora García en un tono muy
seco.
―Ah,
sí, sí, es que jugaba con mi hijo antes de salir de casa y no me di cuenta.
Gracias, señora García, iré a lavarme. -Aprovechando
que la buena señora había retirado el bastón, volvió a darle al botón de bajada
y esta vez, las puertas se cerraron-.
Adiós, señora García.
Solo
un gruñido fue la respuesta de despedida de esta.
Maldita
sea, ahora tenía que entrar en casa para lavarse y luego volver a salir. Ya se
extrañaba ella de que todo le estuviera saliendo tan bien.
Abrió
la puerta de su casa lo más despacio que pudo, se asomó sutilmente y al no ver
a ninguno de sus hijos, como una ladrona entró en su propia casa. Cerró sin
hacer ruido y de puntillas fue hasta el baño. Cuando ya se encontraba allí y
para evitar que ninguno la viera con la cara tiznada, con la puerta medio
cerrada chilló.
―Soy yo, me olvidé el
monedero. Lo cojo y vuelvo a salir, no tardo.
Un
millón de protestas se oyeron en la cocina. Pero ella no les hizo caso.
Cerró
la puerta y comenzó a lavarse la cara afanosamente, que dicho sea de paso,
parecía que había estado restregándosela con carbón.
―¿Mami, yo también me puedo
pintar la cara como tú? -Al oír
aquella voz dio un respingo. Su hijo pequeño estaba sentado en el wáter.
―Unai, ¿qué haces aquí?
―Caca.
Está
bien, pillada, hoy definitivamente no era su día. Respira, se dijo dándose
ánimos, ya no hay nada que hacer solo esperar que al pequeño se le olvidara
aquella situación y no fuera a contársela a sus hermanos.
―Unai, tú sabes que este
baño es de mamá y papá. Vosotros tenéis el vuestro -ella seguía frotándose la cara.
―Ya, pero está más lejos de
la cocina y ellos no quisieron levantarse para acompañarme. -Con un dedo inquisidor señaló a la puerta
acusando a sus hermanos-. Mami, ya
terminé.
―Pues ya sabes límpiate y
lávate las manos. -Ella asomó la cara
por la puerta y gritó- ¡Vosotros dos!
Alguno tenía que acompañar al pequeño.
―¡Estamos comiendo! -contestaron al unísono.
Ya, pensó ella. Se secó la cara mientras su
hijo pequeño la miraba.
―¿Qué llevas en esa
mochila, mami?
―Pues cosas de mamá, anda
vete y termina de merendar, te subiré una chuche si te lo has comido todo
cuando vuelva.
El
pequeño salió hacia la cocina como un bólido, con él no había problemas, de
momento.
Se
miró al espejo y vio que llevaba la camisa también manchada, se tendría que
cambiar de ropa y esa falda solo le quedaba bien con esa camiseta. Tendría que
cambiarse al completo. Sacó un pantalón corto negro y una camiseta en tonos
morados, se calzó las chanclas negras y salió sin mirar. Ya desde el
descansillo volvió a gritar.
―Chicos, me voy.
―Date prisa -gritó Miguel de nuevo.
Tomó
el ascensor para bajar al supermercado, allí las cuatro cosas que iba a comprar
se convirtieron en diez. Hoy le iba a salir caro el ocultar su otra vida.
Cargando
con las bolsas de la compra subió a casa.
―Ya estoy aquí -exclamó nada más entrar por la puerta.
El
pequeño salió corriendo a inspeccionar y hurgar los paquetes en busca de las chuches
prometidas. Todo quedó desparramado por el suelo tras su paso. Una vez
encontradas y con ellas en la mano, se perdió hacia su habitación con un
gracias mamá.
Ella
entró en la cocina y lo colocó todo.
―Mamá, podrías ayudarme con
esto, no lo entiendo. -Miguel estaba
tras la puerta de vaivén de la cocina con un cuaderno en la mano.
―Voy–se limpió las manos y le acompañó a su habitación-. Déjame ver.
Miguel
y sus estudios comenzaban a ser un reto, ella tenía que ir recordando los suyos
para ayudarle. Tenía delante de ella un galimatías de logaritmos muy
complicado. Le explicó poco a poco preguntándole hasta que pareció que lo
entendía. Para estar segura, ella le puso unos ejercicios. En aquel momento su
alarma interior de peligro saltó, en alguna parte del edificio había alguien
pidiendo ayuda.
―Miguel, te dejo haciendo
esto, ¿de acuerdo?
Miguel
asintió con la cabeza, totalmente absorto en el ejercicio.
Ahora
sí que estaba en una buena, con las prisas el traje sudoroso estaba metido en
la mochila y sin él no podía ir a rescatar a la persona que clamaba su ayuda.
―Estoy en el baño, chicos. -Echó el pestillo de la puerta, cosa que ya
nunca hacía porque la intimidad con niños es algo que se pierde se quiera o no.
Al
sacar el traje le surgió una duda. ¿Cómo se iba a meter en él? Eso iba a ser una
misión imposible. Aun así su cabeza le dio una solución. Se quitó la ropa, se
metió en la bañera y con la ducha se fue mojando mientras se metía el dichoso
traje, la idea funcionaba.
Para
estos casos tan cercanos ella se colocaba una máscara que le tapaba toda la
cara. En eso los cómics también se equivocaban, todo el mundo reconocería a un
amigo si este solo se quitaba unas gafas, o se pusiera un antifaz. Los
dibujantes tenían muy poca imaginación.
Hoy
la máscara le agobiaba, como todo el traje. Se secó todo lo que pudo para no
salir chorreando y se hizo invisible. Saldría por la terraza y dejaría la bolsa
en ella con ropa para cambiarse. Cerró la puerta del baño con el pestillo
mentalmente desde fuera, para que sus hijos creyeran que aún estaba dentro y
salió disparada. Una vez en la terraza utilizó sus superpoderes para escuchar
de dónde venía la súplica de auxilio.
Lo
oyó con claridad, la señora De La Torre, en el tercer piso. Se dirigió hacia la
terraza de esta. Desde allí no veía nada, fue a otra habitación y miró por la
ventana, tampoco. Muy bien tendría que entrar, y eso incluía romper otra puerta
y… ¿Cuántas llevaba hoy? No quiso pensarlo. Las puertas correderas de la
terraza saltaron bajo su fuerza como si fueran de mantequilla dejándole el
camino libre para entrar en el salón.
―¡Ayuda! ¡Socorro!
Ella
se hizo visible una vez dentro del salón de la vecina, que por cierto estaba
decorado con perritos y gatitos de porcelana por todos los lados.
―¿¡Señora De La Torre!?
―¡Aquí!, Jesús, María y
José. ¡Aquí!
Su
voz se oía medio apagada como si estuviera dentro de algo, ella siguió la voz.
El enorme culo de la señora De La Torre sobresalía del armario, parecía
encajada.
―Sea quien sea, vaya a la
cocina, dejé el fuego encendido, ya me sacará de aquí más tarde.
¿Cómo
no se había dado cuenta del olor a quemado? Hoy se estaba convirtiendo en el
peor día de su vida. Al llegar retiró del fuego el cazo chamuscado y abrió la
ventana para que el humo saliera. No fue suficiente, tuvo que usar su supersoplido
para ayudar a que se ventilara. Lo que le faltaba hoy es que desalojaran el
edificio por un posible incendio. Si saltaban las alarmas tendría la tarde perdida,
los niños se desperdigarían por el parque, los deberes quedarían retrasados. Con
solo pensarlo se quiso morir y sopló con más fuerza. Una vez expulsado el humo
y controlada la situación en la cocina fue a ayudar a la señora De La Torre.
―¿Señora De La Torre?
―¿Se quemó algo? -preguntó la pobre mujer.
―Solo la comida y el cazo,
ahora voy a sacarla de ahí.
―Qué bochorno, estoy tan
gorda que cuando se cayeron encima de mí estas cajas de ropa y las mantas, no
pude moverme. Claro que el armario tan estrecho tampoco ayudó.
―Tranquila, la sacaré
enseguida. -Ella intentaba contener la
risa que la situación le provocaba.
Tiró
de ella despacio pero con fuerza, la señora De La Torre estaba bien atascada.
En dos tirones y sin causarle dolor logró que se librase.
―¡Oh, Dios mío! Es usted,
la superheroína.
La
mujer se aferró a ella en un fuerte abrazo y le agradeció su ayuda mil veces. A
ella no le gustaba tener que ser cortante pero tenía prisa.
―Disculpe, si me perdona
tengo cosas que hacer, ha sido un placer.
Y
soltando sus brazos del cuello, invisible, salió disparada hacia el balcón de su
casa, para entrar de nuevo a su hogar.
Esta
vez la puerta del balcón no fue un problema, ya que estaba rota, pero la bolsa con
la ropa para cambiarse no estaba donde ella la había dejado. Maldijo en voz
alta y pensó que mataría a sus hijos. Invisible entró en la casa para escuchar
cómo Aarón relataba el hallazgo de la mochila a su hermano mayor.
―Mamá se dejó esta bolsa en
la terraza, como dice papá, un día va a perder la cabeza.
Las
voces venían de la habitación de Miguel. No había tiempo para entrar en el
cuarto de baño donde ellos pensaban que estaba. Así que se metió en su
habitación y escuchó.
―Mamá. -Aarón debía estar hablando a la puerta del
baño cerrada-. Te dejo la mochila aquí
en la puerta, estaba en la terraza. ¿Mamá?
Se suponía que ella todavía estaba dentro. Abrió
las puertas del armario medio escondiéndose tras ellas. Se quitó la máscara y
la metió entre su ropa hecha un ovillo, se colocó la bata encima del traje y se
hizo visible.
―Hijo, estoy en la habitación.
-Ya estaba preparada.
Oyó
a Aarón acercarse por el pasillo. Ella rezó para que no entrara demasiado en la
habitación, la bata no tapaba por completo el traje, necesitaba un poco de suerte.
Asomó la cabeza por la puerta del armario para verlo llegar.
―Que te has dejado la
mochila en la terraza.
Desde
la puerta se la tiró cayendo sobre la cama de matrimonio. Ella, al ver cómo
Aarón sin mirar se volvía a ir, suspiró aliviada, había faltado muy poco. La cogió
de la cama y sacó la ropa. Se quitó el traje mojado y lo metió en ella con la
máscara incluida. Escondió la bolsa en el armario, esa noche sin falta lavaría
el traje.
―¡Mamá! -Miguel llamaba, sin duda había terminado el
ejercicio que ella le había puesto.
―Sí, Miguel, ya voy. -Se vistió lo más rápido que pudo y se
dirigió a la habitación de su hijo mayor para corregirle los problemas.
―Está bien, ahora ponte con
tus deberes, ya lo has entendido.
Miguel
obedeció sin rechistar. La tarde con él no iba mal del todo. Dejó a su hijo
mayor, pero antes de salir se vio abordada por el pequeño.
―Mamá, ¿juegas conmigo?
El
pequeño Unai también la reclamaba hoy.
―A ver, pequeño, ¿si te leo
un cuento no te gustaría más?
―Sí, un libro.
―Estaré con Unai -aclaró a sus dos hijos mayores-. Si me necesitáis solo tenéis que silbarme.
¿Está bien?
Miguel
asintió, cómo le gustaba lo poco comunicativo que era su hijo, esa era otra
etapa de la pubertad. Aarón contestó desde su cuarto con un “oído cocina”.
Unai
la tomó de la mano y la llevó a su habitación. Allí sobre la cama, ella le leyó
un cuento y otro, y otro más… Cuando casi comenzaba a relajarse Aarón asomó su
cabecita por la puerta.
―Mamá, ha pasado algo en
China, la estación nuclear se colapsa. Está en alerta roja.
Eso
le iba a llevar más tiempo, tenía que pensar con rapidez.
―¿Y tú que hacías que no
estabas estudiando?
―No tengo que estudiar ni
hacer deberes. Los hice en el recreo, oía las noticias para un trabajo en el cole
sobre las ondas de la radio que tengo que entregar dentro de una semana. Ya
sabes, adelantando trabajo.
―Pues vamos a aprovechar
que hoy no tienes nada que hacer y léele un cuento a Unai, yo tengo que salir a
la oficina un momento. Llamaré a Mari a ver si os puede echar un vistazo
mientras tanto.
―¡Joooo!
―Ni una palabra más Aarón,
tómatelo como un reto, enséñale a leer.
A
su hijo se le abrieron nuevas metas, tendría su propia rata de laboratorio en
su hermano.
Ella
corrió hacia la habitación y cogió la mochila escondida colgándosela del
hombro. Abrió la puerta y salió a llamar a su vecina, que, dicho sea de paso,
era una santa, nunca le decía que no a quedarse con sus pequeños mientras ella
iba a… a la oficina.
―Hola, cielo -Mari era un encanto hasta cuando abría la
puerta-. ¿Pasa algo?
―Hola, Mari, ¿te importaría
echar un vistazo a mis monstruos?, me han llamado de la oficina para un asunto
importante.
―No, tranquila, vete. –La improvisada niñera tomó sus llaves y
cerró su casa entrando en la de ella.
―Miguel está estudiando,
Aarón y Unai están en el cuarto del pequeño, creo que leyendo. -Mari entró primero y luego ella sin cerrar
la puerta se dirigió a sus hijos-. Chicos,
Mari se queda con vosotros, vuelvo enseguida.
―Hola, Mari. -Le saludaron los pequeños desde su habitación.
―¿Miguel?
―Sí, hola, Mari -dijo desganado desde su habitación.
―Hola a todos, chicos -Mari, dulce como siempre, los saludó-. Anda, vete ya, que se te ve apurada,
estarán bien, no te preocupes.
―Me preocupas más tú que
ellos, mis hijos son un poco raritos. -Ella
sonrió a Mari y llamó al ascensor.
―Estaremos bien.
―Mil gracias. -Se metió en el ascensor y esperó a oír que
la puerta se cerraba para subir en vez de bajar como esperaba Mari. Precisamente
no iba a coger el coche para ir a trabajar, sino que iba de vuelta a la caseta
del ascensor y con el traje mojado, eso iba a ser todo una diversión.
Ponérselo
había sido un duelo de titanes entre ella y el traje, había soltado maldiciones
y alguna lágrima cuando se vio un par de veces incapaz de terminar de colocárselo,
pero al fin salió vencedora y con el dichoso traje puesto.
En
el viaje por el aire, volando hacia China, este se secó y se pegó tanto a su
piel que pensó que no lograría quitárselo nunca. Eso era algo que pensaría más
tarde. Ahora tenía vidas que salvar.
Al
llegar la situación era caótica. La estación nuclear necesitaba enfriarse
rápidamente, ella utilizó su superaliento y congeló el reactor para que los
técnicos hicieran las comprobaciones necesarias para estabilizarlo. Hablaba con
los bomberos y voluntarios para ayudar de cualquier otra manera. Mantener la
radiación controlada, trasladar heridos con su velocidad, etc… Gracias a ella
la fuga había sido mínima y todo estaba a salvo.
Dos
horas más tarde, salió dirección a su casa. Llegaría a la hora de la cena. Hoy
cenarían comida china.
A
la vuelta no tuvo problemas con el traje, gracias a Dios, ya había luchado
suficiente con él durante todo el día. Tampoco ninguna puerta le obstaculizó el
paso, claro que ya se las había cargado todas.
Por
fin en casa, deseó no tener que salir más.
―¿Hola? -dijo al entrar.
El
pequeño salió corriendo del salón para abrazarla.
―¿Cenamos comida china? -preguntó Unai mirando las bolsas que traía
su madre.
―Yo también me alegro de
verte, bicho, y sí, cenamos comida
china.
―Bueno, cariño, como
siempre se han portado a las mil maravillas. -Mari
ya se iba. Sus hijos tenían la manía de dejar las cosas malas para ella, era su
costumbre-. Me voy, que Juan estará a
punto de llegar.
―Te traje cena para ti y
para Juan, llévate esto por favor. -Le
dio una bolsa de las que había traído.
―No tenías que haberte
molestado, cariño, pero te la tomo con mucho gusto. Me encanta esta comida,
algún día me dirás en qué chino la encargas, está deliciosa. -Si tú supieras, pensó sonriendo a la dulce
Mari que ya desde el descansillo se despedía de los niños.
―Portaros bien con mamá,
granujas. -Los niños le sonrieron
sentados en el sofá-. Buenas noches y
descansa, cariño, se te ve cansada.
―Gracias por todo y buenas
noches.
Los
niños tenían el pijama puesto, su vecina era un sol.
―Bueno, chicos, a cenar.
Todos
corrieron hacia la cocina entre vítores y hurras. Miguel también había salido
de su cueva sin rechistar, la llamada a comer era una buena táctica para
sacarle de allí.
―¿Terminaste tus deberes? -preguntó a su hijo mayor.
―Sí.
Vaya,
otro maravilloso golpe de suerte, pregunta respuesta. No tentaría a la suerte
más, se sentó con ellos para cenar ella también.
Les
dejó ver un poco de la televisión a los tres
juntos en el salón, sin una pelea, sin un grito, esto iba mejorando. A las
nueve y media acostó al pequeño. No tardó en dormirse, media hora más tarde los
mayores también estaban acostados. Ella se dejó caer en el sofá y luchó por
mantenerse despierta para esperar a su marido; sin embargo, los párpados le
pesaban una barbaridad y entre anuncio y anuncio se durmió.
De
puntillas Aarón se acercó hasta la habitación de su hermano mayor. Oía la tele
en el salón y no quería que su madre le pillara fuera de la cama.
―Miguel -susurró a su hermano desde la puerta-. Miguel.
―Entra de una vez, te va a
oír. -Miguel metió a su hermano debajo
de la sábana para esconderlo.
―A mamá se le olvidó sacar
el traje de la mochila. Mañana estará sucio.
―No crees que te pasaste un
poco diciéndole lo de China. -Le
recriminó Miguel.
―Tarde o temprano se habría
enterado, y tú necesitabas que yo te hiciera los deberes. ¿Cómo lo hubiéramos
hecho con ella aquí?
Desde
luego, eso era verdad. Su hermano menor era mejor explicando logaritmos que su
madre y sobre todo, le hacía los deberes que no le daba tiempo a terminar.
―Cuando se duerma lo
lavamos y lo secamos en la secadora, una vez limpio lo metemos en la mochila.
Mañana yo me encargo de ponerla cerca del bolso, no se enterará. Pensará que la
ha puesto ella allí.
―¿No se dará cuenta? -preguntó Aarón frunciendo el ceño.
―Si vemos que se para a
pensar, tú te peleas con Unai. Yo, en medio de la pelea intentaré sacarla de
sus casillas buscando algo que no encuentro. Le preguntaré dónde lo ha metido,
esa también será una buena distracción. Después del guirigay no se acordará de
nada. Todo esto, claro, cuando vayamos a salir para el cole. Las prisas por no
llegar tarde también ayudarán.
―¿No crees qué deberíamos
decirle que sabemos quién es?
―No, ella adora su
identidad secreta…y además le gusta pensar que nos engaña, ¿no lo ves?
El
sonido de las llaves abriendo la puerta la despertó.
―Hola, mi sol. -Su marido por fin estaba en casa-. Lo siento, cariño, me entretuve en la
oficina.
Ella
se levantó para saludarlo con un beso.
―¿Y los niños?
―Bien, acostados.
―Y mi pequeña, ¿cómo está?
¿Ha sido un día duro en la oficina?
No
lo sabes tú bien, pensó ella.
―Sí, amor, pero no hablemos
de trabajo y vamos, te acompaño mientras cenas. Traje comida china.
―¿Hoy no te dio tiempo de
hacer la cena? Con lo bien que cocinas, me muero por unos huevos revueltos con
chorizo. ¿Te hace?
―¡Y qué más!
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