Relato corto
El jardín estaba
hermoso iluminado como una bendición por el sol de mayo. En los arriates plantados
por mi abuela se veían vivas llamaradas de color. Los helechos de prímulas y
pensamientos, hileras de tulipanes y brotes de romero inundaban mi olfato
transportándome a otro tiempo de mi juventud más feliz, que el momento amargo
que vivía ahora. Alcé la vista conteniendo la pena que comenzaba a embargarme. El
sauce llorón al final del jardín, meció sus ramas como dándome la bienvenida. Yo
también me acordaba de él. En otro tiempo fue mucho más hermoso pero, todavía mostraba
parte de su esplendor perdido por el paso de los años. Los juncos de la ribera
se acunaron con la brisa y el olor fresco del agua llego hasta mí. El lago no era
muy grande, podía ver las casas de la otra orilla como si fueran diminutas
maquetas. Una pequeña lancha motora rompió la tranquilidad y la calma de la
superficie provocando destellos dorados. Pisé el camino de grava fina que
llevaba hasta el embarcadero y lo seguí sin pisar el césped. Me sonreí
recordando las muchas veces que mi abuela me había dicho: <<Pisa por el camino para entrar en casa, está
para eso>>
En ese instante
me volví hacia la casa como si la hubiera oído. El porche estaba vacío, desangelado,
pero a mí me parecía verla. Menuda, sentada en la silla con su labor. Tras caer
el sol, ella con su ligero y anticuado vestido de verano salía al jardín a
verme jugar. Llevaba siempre su pelo blanco recogido en un moño desde la muerte
del abuelo al cual, yo no había conocido. Sus manos torcidas por la enfermedad
cosían lentamente sin perder una sola puntada, a la vez que controlaba todos
mis movimientos mirándome por encima de sus gafas de coser. Nada se perdía a
esa vista de Halcón se negaba a confesar. Suspiré desasiendo el nudo que me
atenazaba la garganta.
Ya ningún verano sería igual sin ella. Ninguna
primavera sería tan llena de olor y de color como esta última que me había
dejado para deleitarme.
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